San Juan Pablo II: El Papa que abrió las puertas del nuevo milenio Fe y razón en armonía
Por: Sem. Luis Francisco Salazar Cucaita, en síntesis vocacional, parroquia Nuestra Señora de la Esperanza.
El 16 de octubre de 1978, la historia de la Iglesia y del mundo cambió para siempre. Desde el balcón central de la basílica de San Pedro, un hombre venido de Polonia, marcado por el dolor de la guerra y la dureza del totalitarismo, se presentó al mundo con una sencillez que todavía estremece: “No sé si puedo explicarme bien en vuestra, nuestra lengua italiana. Si me equivoco, me corregiréis…”. Era Karol Wojtyła, el primer Papa no italiano en 455 años, y su nombre sería recordado como el de un pastor incansable, un filósofo y poeta que supo hablar al corazón de creyentes y no creyentes.

Pocos días después, en la homilía de inicio de su pontificado, lanzó lo que sería el eje de toda su misión pastoral: “¡No tengan miedo! ¡Abran más aún, abran de par en par las puertas a Cristo! Abran los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los vastos campos de cultura, de civilización, de desarrollo”.
El Papa misionero que abrazó al mundo
San Juan Pablo II entendió su ministerio como un servicio universal. “El Papa debe tener una geografía espiritual”, confesaba a un periodista, explicando que cada mañana recorría el planeta en la oración. Así emprendió 104 viajes apostólicos fuera de Italia, visitó más de 300 parroquias en Roma, convirtiéndose en un verdadero apóstol de nuestro tiempo. Su estilo era el del encuentro: cada viaje, cada visita, cada abrazo se transformaba en un mensaje de esperanza.
En su encíclica Redemptoris missio afirmó con claridad: “ya al inicio de mi pontificado he escogido viajar hasta los confines de la tierra para manifestar la solicitud misionera”. Su figura, como la de San Pablo, fue la de un mensajero incansable del Evangelio.
El Papa que venció al totalitarismo
La primera visita a su Polonia natal en 1979 marcó un punto de cambio en la historia contemporánea. Ante una multitud inmensa en la plaza de la Victoria Varsovia, proclamó: “Cristo no puede quedar excluido de la historia del hombre en ninguna parte de la tierra”. Aquellos nueve días encendieron una revolución de las conciencias que, sin disparar un solo tiro, contribuyó al derrumbe del comunismo en Europa del Este.
El régimen tembló porque el Santo Padre recordaba a cada polaco que la fe era más fuerte que la opresión: “Deben ser fuertes, queridos hermanos y hermanas. Deben ser fuertes de la fuerza de la fe”. Consiente que el mismo había vivido los flajelos de la Segunda Guerra Mundial.
Ni siquiera el atentado del 13 de mayo de 1981, cuando una bala casi lo arrebata a la Iglesia, pudo detenerlo. Él mismo interpretó el hecho con palabras que revelan su profunda espiritualidad mariana: “fue una mano materna la que guió la trayectoria de la bala”, refiriéndose a la Virgen de Fátima. Tanto así que en escudo papal leemos “Totus Tuus” Todo tuyo María.
El pastor de los jóvenes y las familias
Juan Pablo II intuyó pronto que el futuro de la Iglesia pasaba por las nuevas generaciones. De allí nació la Jornada Mundial de la Juventud, cuya edición más multitudinaria congregó a más de cinco millones de jóvenes en Manila (Filipinas) en 1995. En Tor Vergata (Roma, 2000), los exhortó con las palabras de santa Catalina de Siena: “si son lo que deben ser, prenderán fuego al mundo entero”.
La familia fue otro eje de su magisterio. En la exhortación Familiaris consortio (1981) escribió que los esposos están llamados a hacer visible el amor de Dios en su vida cotidiana. Años después, en la carta a las familias (1994), reafirmó que “la familia es la civilización del amor”.
Fe y razón en armonía
Filósofo y poeta, San Juan Pablo II supo conjugar las grandes preguntas de la modernidad con la tradición cristiana. En la encíclica Fides et ratio defendió la complementariedad entre fe y razón, convencido de que ambas son necesarias para alcanzar la verdad plena sobre el hombre y sobre Dios. Decía, “dos alas con las que el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Denunció el peligro de una cultura que reduce al ser humano a objeto de consumo, recordando que la verdadera libertad solo se comprende a la luz del amor y del servicio.
Canonizado en 2014 por el papa Francisco, San Juan Pablo II permanece en la memoria de la Iglesia, como ejemplo de esperanza y libertad. Su pontificado, no se limita a un recuerdo glorioso del pasado: sigue siendo una brújula moral y espiritual para nuestro tiempo.
Su voz aún resuena con la misma fuerza de aquel 22 de octubre de 1978, cuando proclamó: “¡No tengan miedo! Abran las puertas a Cristo”. Ese llamado, lejos de apagarse, se debe trasformar en herencia viva, una voz que interpela a generaciones enteras a defender la dignidad humana, a anunciar el Evangelio sin temor y a creer que la fe puede transformar la historia.
Hoy, en medio de las incertidumbres y sombras del presente, de nuestra propia historia, sus palabras iniciales vuelven a ser luz para el camino. Porque Juan Pablo II no solo habló de Cristo: abrió de par en par las puertas del mundo a su presencia. Y por eso, dos décadas después de su partida, su figura sigue encendida en la memoria de la Iglesia como testimonio de que la fe, cuando se vive con valentía, puede cambiar el rumbo de la humanidad.