Foto: elpais.com
Aunque el ejercicio del derecho a la protesta necesita de una regulación que lo garantice, también es cierto que con el “ordenamiento” se corre el riesgo de anular ese derecho. La protesta es una de las formas principales de participación ciudadana en Colombia y, en la gran mayoría de los casos, transcurre de forma pacífica. La gente suele acudir a la protesta cuando se agotan otros canales de expresión del descontento ante situaciones injustas.
Por eso mismo la protesta no siempre es planeada, menos aun cuando se trata de respuestas espontáneas ante actos de violencia, como sucede hoy con los líderes sociales. El ideal sería notificar con anticipación a las autoridades, para que estas puedan acompañar a los manifestantes y hacer los ajustes necesarios para la movilización. Pero no siempre es posible anunciar de antemano el lugar o la hora de una protesta y, en todo caso, la ausencia de notificación no debe traducirse automáticamente en su ilegalización.
Desde hace más de dos siglos, el término “revuelta” se revistió de una significación política, entendiéndola como contestación de las normas, de los valores o de los poderes ya establecidos. Desde la Revolución Francesa “la revuelta política” fue la versión lúcida de una conciencia que quería mantenerse fiel a su lógica profunda que permitía vivenciar la experiencia del conflicto y la contradicción.
Por otro lado, excluir los intereses particulares de la protesta es un contrasentido. La protesta recoge la expresión de intereses particulares, que deben ser debatidos y acordados después en escenarios públicos más amplios.