Periodico La Verdad

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Signos y símbolos de la cuaresma – I parte

Signos y símbolos de la cuaresma – I parte

Por: Sem. José Adrián Arias, IV de configuración.

Estamos en un tiempo especial de nuestra vida de fe, la “Cuares­ma”, y para atender al llamado que el Señor nos hace a la conversión, podemos servirnos de unos signos y símbolos especiales que hacen parte de la tradición de la Iglesia. Cuando pensamos en un “signo”, entendemos que es la acción concreta que nos per­mite representar algo, y durante este tiempo es necesario significar verda­deramente los deseos de nuestro cora­zón de buscar a Dios. Este tiempo de preparación es oportuno para que, así como el hijo pródigo, podamos buscar de la misericordia del Padre (cf. Lc 15, 11-32).

Para afianzarnos en nuestro camino espiritual contamos con las prácticas cuaresmales; estos signos los asumi­mos como la invitación que nos hace el Maestro para permanecer fieles en nuestros esfuerzos de conversión. Acerca de estas prácticas ha dicho el Papa Francisco en su mensaje para la Cuaresma que la oración y el ayuno no son ejercicios independientes, sino un único movimiento de apertura, de vaciamiento: “Fuera los ídolos que nos agobian, fuera los apegos que nos aprisionan”.

Partimos del compromiso que tene­mos como bautizados de cumplir el precepto de la Iglesia del ayuno y la abstinencia de carne en los días esta­blecidos por la Iglesia, así como con el de la confesión y Comunión anual (cf. Compendio CEC 432). De acuerdo con el Derecho de la Iglesia, se llama “abstinencia” a privarse de comer car­ne (roja o blanca y sus derivados). La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años (cfr. CIC, c. 1252). Por su parte, el “ayuno” con­siste en hacer una sola comida al día, aunque se puede comer algo menos de lo acostumbrado por la mañana y la noche. Obliga vivir la ley del ayuno, a todos los mayores de edad, hasta que tengan cumplido cincuenta y nueve años, salvo los casos de enfermedad (cfr. CIC, c. 1252).

Desde el encuentro con la Palabra, el Señor nos dice que “cuando ayunéis no pongáis cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su ros­tro para que se note que ayunan” (Mt 6,16). Este ejercicio debe ser vivido desde la libertad del corazón que se siente amado y llamado a controlar su apetito, recordando que el verda­dero alimento no es el pan material sino aquel que ha venido del cielo (cf. Jn 6,50). Estamos invitados a abste­nernos no solamente de los alimen­tos sino de nuestro propio orgullo y egoísmo, que nos hacen indiferentes ante el dolor ajeno. El verdadero sen­tido de la abstinencia está en privarse de algo para ayudar en las necesidades del hermano, convirtiendo este signo en un ejercicio de caridad; como lo dice san Pablo que nos enseña que hay “mayor felicidad en dar que en reci­bir” (cf. Hch 20, 35).

También viene a nosotros la invi­tación a acrecentar la práctica de la “oración” (Mt 6, 5-11), este ejercicio consiste en salir de nosotros mismos para ir al encuentro de Dios, es la ca­pacidad de reconocernos necesitados de la gracia de Dios. En este pasaje, la oración que enseña Jesús a sus dis­cípulos ha de ser humilde, sin preten­siones ante Dios, ni vanagloria ante los hombres, ha de ser del corazón más que de los labios. Durante este tiempo el Papa Francisco nos invita a detenernos en oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante el hermano herido. Es precisamente en la experiencia de oración contemplando al Crucifica­do donde comienza a cobrar sentido nuestra existencia humana, donde nuestros esfuerzos de conversión se ven fortalecidos y donde descubrimos el camino para llegar al Padre. Durante este Tiempo de Cuaresma nos acompañan también unos “símbolos” especiales que nos ayudan a profundi­zar en la preparación al gran misterio pascual. Compartimos tres de los sím­bolos representativos de este tiempo: la liturgia, el desierto y la cruz.

Primero la liturgia: desde el Miérco­les de Ceniza se nota un cambio espe­cial en las celebraciones litúrgicas, es de resaltar el color morado con el que visten los ministros y que simboliza el llamado a la penitencia. Así, la Iglesia entra en una dinámica de sobriedad litúrgica, con ausencia del gloria más que para celebrar una solemnidad, los cantos y la misma decoración en general del templo, las celebraciones adquieren un tono de silencio y me­ditación para dar lugar a las prácticas que ayudan a la conversión personal y comunitaria. Ciertamente no se trata de un tiempo triste en la Iglesia, sino de la auténtica experiencia del cora­zón que se dispone a dejarse transfor­mar para ir al encuentro de Dios.

Segundo, el desierto: un lugar de gran importancia bíblica porque allí pasó el pueblo de Israel cuarenta años hasta llegar a la tierra prometida (cf. Ex 15, 22-27); también, Jesús duró cuarenta días en el desierto en oración y allí afrontó las tentaciones (cf. Mt 4, 1-11). De esta manera, como Iglesia también estamos invitados a vivir un tiempo de desierto, es decir, un tiempo de despojo donde podamos concen­trarnos en lo verdaderamente esen­cial de nuestras vidas. En medio del desierto experimentamos la fragilidad humana, las angustias, las dudas, es un periodo de transitoriedad que nos debe llevar a reconocer una doble de­pendencia: en relación con Dios y con el prójimo. El desierto es el lugar de lo esencial, podemos revisar entonces cuántas cosas inútiles nos rodean en esta cultura consumista donde perse­guimos muchas cosas que considera­mos necesarias, pero en realidad no lo son. En medio de nuestro desierto, en silencio y oración, revisemos ¡cuánto bien nos haría deshacernos de las rea­lidades innecesarias en nuestra vida!, porque es tiempo para vivir en la li­bertad de los hijos de Dios.

Tercero, la Cruz: es la máxima ex­presión del amor de Dios que ha que­rido salvar a la humanidad: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entre­gó a su Unigénito (a la muerte en la Cruz), para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eter­na” (cf. Jn 3, 16). Por lo tanto, la con­templación del rostro del Crucificado nos lleva a acercarnos al aspecto más profundo del misterio de nuestra sal­vación; así, ante este misterio de amor el ser humano ha de postrarse en ado­ración. Quien quiera ser discípulo del Señor debe tener en cuenta esta pala­bra: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga” (cf. Lc 9, 23). Estamos llamados como san Pa­blo a abrazar y amar la cruz de Cristo, a sentir verdaderamente que el Señor “me amó y se entregó a la muerte por mí” (cf. Gal 2, 20). La Cruz es para los cristianos el camino seguro que nos conduce a los brazos del Padre, aprender a llevarla debe ser motivo de gozo en el Espíritu, no estamos solos, el Señor continúa cargando la cruz a nuestro lado.