Periodico La Verdad

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Signos y símbolos de la cuaresma – II parte

Signos y símbolos de la cuaresma – II parte

Por: Sem. Oscar Julián Ibarra, IV de configuración.

Todo camino comporta unas condiciones, instrucciones y señales que ayudan al peregri­no a emprenderlo con seguridad; ante la duda y el temor, es mejor parar y preguntarse ¿dónde voy? ¿estoy se­guro de los pasos dados? ¿cómo lo estoy haciendo?

Así también se em­prende este camino cuaresmal que hemos iniciado hace algunos días; se camina no desde el orgullo, sino porque me siento necesitado; no se hace pensando que seré capaz con mis fuerzas, sino que hay alguien que me sostiene; no se camina a ciegas, sino con algunas acciones que lo ha­cen ligero y más fructífero. Por tanto, este camino cuaresmal tiene en sí, algunos signos que logran rescatar el sentido de los pasos dados: la oración y la limosna.

La oración es el espacio donde me encuentro de corazón a corazón con Dios; es el momento más íntimo del ser humano, ya que se une en el amor con el que lo ha Creado. Dice el Se­ñor en el Evangelio: “Tú, en cambio cuando vayas a orar, entra en tu apo­sento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto” (Mt 6, 6). El Señor no en­seña las circunstancias de la oración.

La oración, debe ser sincera, es de­cir, mis pensamientos, sentimientos y realidad personal, debe ser coherente con lo que sale de los labios; no se ora por aparentar, se ora porque el Señor me conoce.

El aposento mencionado por el Se­ñor, lo podemos relacionar con la vida misma, es necesario tener un encuentro personal, co­nocerme, amar lo que hay dentro, organizar un poco lo que estorbe, sacar lo que no sirve y dejar entrar al Señor confiando que Él hará el resto; por tanto, al dejar que el Señor entre en mi vida e historia, me abro a la gracia sanadora que restaura lo quebrado; esto menciona­do es un fruto de la oración.

El Señor nos anima a orar a nuestro Padre, en esto debemos tener la segu­ridad de que somos sus hijos, el saber que es Padre, nos abre a la confianza, y hace de la oración más sencilla y humilde. Al Padre le gusta cuando sus hijos le hablan desde su peque­ñez, sin palabrerías o conceptos ex­traños; la oración en sí es humilde que impulsa a los hijos a unirse a su Padre que nos escucha en lo secreto. Este camino que se emprende, nos hace conscientes que no estamos so­los; el hermano está a mi lado, cami­namos la misma senda, con circuns­tancias personales distintas, pero la cualidad del camino es la misma.

La limosna nos hace reconocer que el otro quien está en el mismo camino es de igual dignidad y amado por el mis­mo Padre que nos hace hermanos. La limosna tiene la característica del des­prendimiento, yo doy de lo que tengo y de lo que soy, no de las sobras. Así, el Señor nos enseña: “Tu, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu de­recha” (Mt 6, 3).

Se trata de una ac­ción que debe nacer del corazón y se vea refleja en el exterior; un peligro es caer en el mostrarse, no somos vi­trinas para demostrar que hacemos y qué dejamos de hacer; la limosna es un acto noble que nace de la intimidad y busca ayudar aquel hermano que está en precariedad. Muchos de los hermanos necesitan de la mano gene­rosa que les conforte en lo espiritual y material. Por tanto, la limosna es realmente genuina en la medida en que quede en secreto, en silencio del que ayuda y beneficiado, con la garantía de que el Padre lo ha visto en se­creto.

También, en el camino cuaresmal, po­demos evidenciar elementos simbóli­cos que nos ayudan y animan a seguir la senda; uno de ellos es el encuentro. Se trata de una acción a la que el Papa Francisco nos ha insistido durante su pontificado “promover la cultura del encuentro”. La oración y la limosna debe ser fructífera en la medida en que me dispongo a encontrarme con el otro; el encuentro es la creación de espacios y momentos para contemplar el rostro del otro quien me exige la es­cucha, la atención y el amor. La vida del Señor y el anuncio de Reino fue un constante encuentro, Él se disponía a abrazar a los rechazados, sanar los enfermos, perdonar a los que se sen­tían condenados, enseñar a los igno­rantes; el encuentro es una acción que nos impulsa a reconocer la dignidad del otro para que juntos logremos al­canzar la meta de ese camino iniciado.

Otro elemento es el perdón. En esta acción el Señor es claro al afirmar: “Perdonen y serán perdonados” (Lc 6, 37), no es un acto más en este ca­mino cuaresmal, sino que es un requi­sito para continuar; sin el perdón, los pasos se hacen pesados y la carga in­soportable; el perdón nace de un cora­zón sano que busca la reconciliación de aquel quien me ofendió o afectó mi integridad.

El Señor nos presenta la parábola del hijo pródigo o Padre mi­sericordioso, que narra esta acción de manera clara: “Estando él todavía le­jos, lo vio su padre y se conmovió; se echó a su cuello y le besó efusivamen­te” (Lc 15, 20). El padre ve a su hijo de lejos, lo reconoce en la distancia, y se conmueve; el padre no recuerda la manera lamentable como su hijo salió de su casa, sino que recuerda que es su hijo a quien el ama entrañablemente; se conmueve al verlo, su corazón salta de alegría porque su hijo ha vuelto.

Esto es el perdón, una acción que trata de no recordar las circunstancias de las diferencias, sino que busca cami­nos en la intimidad para disponer un nuevo encuentro que sana y libera.

Jesús nos llama a perdonar, aún en los momentos en que pareciera que no existe la posibilidad, o que la cerra­zón del corazón lo hace complejo; el perdón sana un corazón duro, lo hace noble. ¿Cuántas veces debo perdo­nar? Le pregunta Pedro al Señor; y es la misma pregunta que nos haremos. Frente al odio, el asesinato, la vio­lencia y la división, ¿Cuántas veces perdono? Y el Señor, nos habla hoy a todos: “Hasta setenta veces siete” (Cfr. Mt 18, 22).

Queridos hermanos, animémonos a vivir con intensidad los misterios de este Tiempo de Cuaresma, abrámonos a la gracia redentora del Señor; es un momento para recodar que el Señor ha tomado nuestra condición, se ha hecho semejante a nosotros para con­cedernos la salvación. No nos canse­mos de orar pidiendo al Padre el amor por medio de su Hijo y que el Espíritu Santo more en nuestras vidas; y así, logremos frutos abundantes en la Pas­cua de Resurrección.